Tbilisi, capital del ensueño

Hay un secreto especial en las calles de Tbilisi. Una suerte de equilibrio perfecto, o mejor, de dulce combinación del caos que envuelve a quienes la habitan. Allí se amalgaman lo mejor de dos mundos: la alegría de una ciudad viva venida del Este, con la calma europea sin las bocinas, los pregones de los vendedores o el asedio del tránsito sin ley. Tbilisi logró conservar lo que Yerevan perdió por el comunismo y Baku por su riqueza, mantuvo el pulso vibrante de Asia y se sacudió el tedio de Europa. No es una casa de muñecas disecada para los turistas pero tampoco una vorágine devoradora. No grita, no se exhibe, no alardea ni agoniza. Simplemente está allí, como desde hace quince siglos, bailando su propia danza.

Georgia estuvo desde siempre en el cruce de caminos entre Oriente y Occidente. Tbilisi (me niego a nombrarla en español, Tiflis, y hacerle perder una de sus tres “íes” que tanto me confunden), preciado escalón en la ruta de la seda, fue conquistada y destruida tantas veces que los historiadores se han olvidado de contarlas. No hubo imperio que no haya hollado su tierra, ni rey que no haya creado en ella una insignia que lo recuerde. Pareciera, sin embargo, que los georgianos solo ganaron con esas incursiones. Eludiendo el tradicional cliché del crisol y la fusión, es posible decir que Georgia consiguió lo que ni sus vecinos persas, turcos, rusos o armenios lograron: mantener las tradiciones sin por eso caer en un nacionalismo prepotente. Tanto en Irán como en Turquía o Armenia es fácil encontrar nostálgicos habitantes de imperios perdidos que afirman que su patria es el origen del mundo, que todos los otros les debemos la civilización y la cultura, que ellos son los mejores. Los georgianos carecen de ese tipo de soberbia. Se contentan con reclamar sin fervor la invención del vino y de practicar un bello arte de la hospitalidad que respeta al huésped sin intentar cambiarlo. Están tan seguros de su identidad que se ahorran las demostraciones, y su cultura es tan fuerte que se permite recibir al otro sin quebrarse.

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La lengua es escenario de esta fabulosa combinación entre diversidad y tradición. Frente al monolingüismo aplastante de los países vecinos, en Georgia la mayoría habla no dos, sino tres idiomas. El ruso, herencia de la URSS, que sigue siendo una lengua franca en los países ex-soviéticos. El inglés (y antes el francés), más por vocación cosmopolita que por sujeción al capitalismo consumista. Y el georgiano, un idioma extremadamente singular. El kartuli, como llaman a su lengua, conforma su propia familia y desciende de versiones antiquísimas de si mismo. Además de una gramática compleja, el georgiano tiene una pronunciación a prueba de turistas. Hay 33 letras y es posible encontrar palabras con ocho consonantes seguidas. Como si eso fuera poco, en Georgia decidieron usar su propio alfabeto. De hecho no es uno, sino tres sistemas de escritura llamados Asomtavruli, Nuskhuri y Mkhedruli, de los cuales solo el último se usa en la vida común, reservándose los primeros para los textos de la iglesia. El resultado: mi analfabetismo más completo. Solo aprendí que “Georgia” se dice Sakartvelo, y “hola” gamarshova, pero vagué durante media hora tratando de encontrar el restaurante en el que nos habían citado, apelando sin suerte a contar y comparar las letras de los carteles a ver si coincidían con los sonidos del nombre.

Como toda ciudad verdadera, Tbilisi es un caleidoscopio con tantas aristas como miradas. El pasado soviético sobrevive en las interminables escaleras mecánicas del metro y en el mercado de pulgas en donde se subastan pasaportes con la imagen de Lenin. La silueta de los árboles de la Avenida Rustaveli recuerda a una Buenos Aires utópica, en la que los autos callaron sus rugidos y los colectivos enmudecieron sus infames bocinas, dejando el espacio suficiente para detenerse a observar las fachadas. Rustaveli nace en la plaza de la Libertad, en donde un San Jorge de oro aplasta eternamente al dragón sobre una altísima columna (no por nada el nombre “Georgia” viene de la devoción del pueblo a este santo). La avenida, llamada así en honor al primer gran poeta georgiano, hilvana en su elegante andar un puñado de los edificios más importantes de la ciudad. Los ojos del caminante y sus pies saltan en una rayuela arquitectónica que nos lleva desde el esplendor capitalino al espíritu soviético, hasta llegar a la espiritualidad dulce del cristianismo ortodoxo.

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En Rustaveli se encuentra la Iglesia de Kashveti, un sólido y pequeño edificio de piedra construido hace poco más de un siglo sobre ruinas de otras iglesias. El nombre, algo así como “parto de roca”, viene de una curiosa historia medieval. En el siglo sexto llegaron a Georgia los Trece Padres Asirios, monjes procedentes de lejanas tierras que fueron martirizados por no dejar morir la llama del cristianismo. Uno de ellos se llamaba David de Gareja y fue acusado por una mujer de haberla dejado embarazada. -“Es falso”- afirmó el santo- “ y mi inocencia será comprobada porque ella parirá una roca en vez de un niño”. Cuando la mujer dio a luz a una piedra, tal como el monje lo había predicho, llamaron a ese lugar kashveti.

Por fuera la iglesia parece desnuda. No hay gárgolas, ni ornamentos, solo la solidez de los muros que no intentan tampoco impresionar por su altura. Adentro sin embargo, todo es color. No puede haber más diferencias con una catedral católica. En las iglesias romanas se busca el sometimiento a través de la oscuridad y el temor. Entramos en la gran nave, que el eco de nuestros pasos vuelve aún más enorme, y el sobrecogimiento arquitectónico se alía a las imágenes de dolor y muerte mientras nos sentamos en un banco a mirar una cruz lejana con el pecho oprimido. Ninguna sensación similar tiene lugar en una iglesia ortodoxa. En las iglesias del Este hay color, hay luz, y el efecto deseado es el amor. Creo que por eso hay algo infantil en el arte de la iconografía ortodoxa. Por lo general, no hay escatología, sino imágenes de santos dibujados con la ternura y la sencillez con las que los pintaría un niño.

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Las figuras espigadas de santos y santas parecen dirigirse siempre hacia arriba, como las miniaturas arábigas, y ascender en su propia forma ovalada. Representan en igual medida a hombres y mujeres, a monjes, a vírgenes y a ángeles alados. Sus manos observan distintas posiciones como si de mudras cristianos se tratase y sobre sus cabezas brillan auras redondedas. Los hombres llevan barbas y las mujeres velos, y sus ojos son grandes y redondos. En Georgia, a diferencia de la iglesia Serbia o Rusa, el arte sacro es más austero. La mayoría de los íconos están pintados en humildes tablones de madera y no tienen brillantinas. Algunos pocos, sin embargo, están revestidos en oro. Cuando los devotos entran a la iglesia los besan uno a uno, en amorosa intimidad con lo divino.

Los muros están pintados con imágenes de santos y escrituras, arriba, hasta la cúpula, invitándonos a mirar, a desplazarnos con los ojos por aquel gran libro ilustrado. No hay sillas, el espacio está vacío. La arquitectura es femenina: la iglesia es una matriz- vientre que contiene y gesta. Detrás del altar, un retablo pintado esconde una sala la que solo se encontraban mujeres: el cabello cubierto por un pañuelo y faldas. El ambiente es alegre y espontáneo. Cada tanto el sacerdote con su túnica negra pasa por allí y charla con ellas, como un buen amigo. Algunas traen pan y bebidas, porque parece que han bautizado a un niño esa mañana, sin formalismos. Otras prenden velas y hablan con los íconos, como conversando. La religión, junto con la hospitalidad, son los centros de la identidad georgiana. Su alfabeto se creó expresamente para traducir la Biblia y Ilia II, el actual patriarca, es la persona más reconocida y respetada del país. Luego de los años de ateísmo obligado de la URSS (en donde la mayor catedral de Tbilisi fue destruida para construir el parlamento) el cristianismo recuperó su fervor, los íconos volvieron a ser besados, las velas a ser encendidas. La Iglesia Georgiana, a la que acude el ochenta por ciento de la población, es un símbolo de la identidad de la nación.

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El corazón de esa iglesia lo ocupa una mujer valiente, Santa Nino, “la igual a los apóstoles”. Nino nació en Capadocia, dentro de una familia emparentada con numerosos santos. Cuando era aún una niña la Virgen María se le apareció en una visión y le dijo que fuera a Georgia a evangelizar. María le mostró cómo hacer una cruz con dos ramas de vid atadas con su propio cabello. Sin más escudo que esa cruz, Nino emprendió en el siglo cuarto su marcha sagrada, rodeada de una comunidad de 37 jóvenes vírgenes. Atravesaron ciudades y desiertos, predicando con fervor sin esconderse de los múltiples enemigos de su fe. En Armenia 36 de esas mujeres fueron martirizadas. Solo Nino, la elegida, salvó su vida y llegó a Mtskheta, la entonces capital de Iberia, el reino de Georgia. Allí milagrosamente curó a la reina Nana y su esposo, en rey Mirian, aceptó el cristianismo poco después. Nino misma ofició los bautismos. Georgia se convirtió así en el segundo reino cristiano del mundo después de Armenia. Cuando vio que su misión estaba cumplida, la joven virgen decidió regresar a su patria, pero murió en el camino en un paso de montañas. Desde entonces Nino es la santa y es la heroína, Nino es el cristianismo y es Georgia. Su atributo, una cruz de árbol de vid, es el símbolo de la iglesia georgiana convertido luego en bandera. Su figura velada preside las puertas de todas las iglesias. Su nombre nunca fue olvidado, y aún hoy lo llevan la mayoría de las niñas del país.

En un doble juego la misma cultura tradicional que incita a las mujeres a aceptar diversas formas de domesticación al ámbito privado, también se enorgullece de las jóvenes que viajan solas en pos de un deseo mayor que ellas mismas. Son las que se niegan a casarse, dejan su país, se defienden de sus enemigos, estudian textos sagrados, se internan en lo desconocido, caminan sobre pies cansados, sirven a los pobres y a los necesitados, aprenden nuevas lenguas, visten túnicas rajadas por el viento, dan buenas nuevas a hombres y mujeres, no se someten ante el poder de los soldados de los imperios enemigos, descubren reinos nuevos, no temen a la muerte y anhelan a dios en su corazón. Para aceptarlas se les imponen dos condiciones: la virginidad y la muerte. Pareciera que así la misoginia logra salir intacta: por un lado el ser mujer le agrega mérito extra a la tarea de santo (al ser el “sexo débil”, cualquier incursión fuera de la casa es una proeza), por otro lado la muerte (muchas veces el martirio) se esconde siempre al final del hagiografía, como si hiciera falta disuadir de seguir ejemplo. Pero nada puede el patriarcado (nunca mejor usado el término) contra el ansia, nada la ley contra el amor. Y, si Dios quiere, muchas mujeres seguirán soñando con la pasión de sus santas heroínas y a sus pies les crecerán alas y sus corazones descubrirán secretos y estarán por siempre radiantemente vivos.

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La Plaza de la Libertad da comienzo al antiguo Tbilisi. Notamos que la ciudad ya es otra porque los autos han desaparecido y el arte ganó la calle. Tbilisi es una ciudad bohemia. En Asia Central se la conoce como la Praga del Este y la comparación, puedo asegurar, no está sino en detrimento de la capital de Georgia. En los países de la región, el arte es un amigo olvidado detrás de las puertas de los edificios medievales. En Tbilisi es una enredadera que da su flor en cada esquina. Las paredes vibran cuando las tatúan con stenciles y dibujos, hay esculturas creciendo sobre los faroles y pintores vendiendo sus cuadros en las ferias. No es solo la pintura, la música también vive en Tbilisi. El conservatorio es uno de los principales edificios de la ciudad y está repleto de jóvenes alumnos que aprenden su especial legado musical. Pero el sonido se cuela afuera. Una tarde nos dejamos guiar por un canto antiguo y llegamos a una misa en la basílica de Anchiskhati. Cuando minutos después nos echaron por no pertenecer a la fe ortodoxa lo que más nos dolió fue tener que separarnos de ese hermoso cantar. Otra tarde tomamos un colectivo lleno y tres muchachas se las arreglaron para sacar sus panduris de las fundas y ponerse a tocar música tradicional mientras esperaban llegar a su destino, sin intentar recibir dinero a cambio de la belleza que regalaban sus voces.

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En Tbilisi hasta los cafés se dejan llevar por el fervor artístico y engalanan sus mesas como si quisieran conjurar al tiempo y sus edificios de vidrio y concreto y volver a los viejos días donde el petróleo no existía. Es cierto, hay una Tbilisi futurista incrustada incluso en la ciudad antigua, pero hay también una desprolija y bella rebelión que la resiste. El bastión de la resistencia es sin duda la Torre del Reloj. No es como nada que haya existido antes, y a la vez es una sumatoria, una oda a toda la poesía que vagaba libre por las ciudades antiguas cuando no había más arquitectura que el caos y el deseo de habitar los espacios con belleza. Es un tributo a un mundo perdido donde el  urbanismo era un entramado de relaciones amorosas: aquella vecina ponía una maceta en la ventana para que los transeúntes disfrutaran del aroma de una flor, en la casa de al lado dejaban un banco contra la pared como asiento del cansado, más allá alguien pintaba una puerta pensando en alegrar a alguien triste con la fuerza de un color nuevo. La torre del reloj es un edificio inútil, desordenado y lleno de ternura, hecho con restos de la ciudad abandonados tras un terremoto. Está justo al lado del museo de títeres y es algo así como su ventana gratuita. Corta la calle con su irregular silueta inclinada de pisos amontonados con torpeza y señala el tiempo con las agujas y con una metáfora: la de la vida. Cada hora desfilan las escenas de amor, nacimiento y muerte, para volver a empezar poco después. Todos los materiales, todos los estilos se mezclan con desfachatada irreverencia en aquella mínima torre, como si la ciudad entera se hubiera compactado con todas sus columnas, sus balcones, sus pérdidas, sus azulejos, su oro y sus tristezas. Está allí desde hace poco, pero su alma es eterna y marca el grado cero de la Tbilisi más bella, la más antigua.

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El cemento da lugar a baldosas y empedrados, el límite entre la calle y la vereda desaparecen. Hay un río, el Mtkvari, y una colina con pinos por melena y una fortaleza de corona. Levantamos vuelo en un funicular de piso y paredes de vidrio y pronto nuestro suelo es un tapiz de techos naranjas. Abajo hay mil balcones y mil cúpulas, árboles y secretos. Arriba, un remanso de verde, y la visión que abraza la ciudad entera. Allí está la fortaleza de Narikale, perdida entre los árboles, y al otro lado un sendero que nos lleva hasta los pies de Kartlis Deda, la Madre de Georgia. Veinte metros de altura y aluminio y la mirada atenta custodiando a sus niños allí abajo, en Tbilisi. Como el de toda madre, su cuerpo es una aleación exacta de dulzura y valentía. En la mano izquierda, el vino eterno que celebra la amistad con el viajero, en su mano derecha la espada que lucha contra los enemigos.

 Hay que bajar la colina y perderse entre la elegante decadencia de las paredes despintadas y los balcones de madera tallada. ¡Oh, esos balcones! Los vi cerrados como si escondieran la belleza de sus antiguos habitantes, abiertos como galerías que reciben el verano, casi caídos, renovados, con ropa colgando, con flores, e incluso con parras que crecen desde la vereda. Entre todos, uno en especial perdurará en el recuerdo: su estructura de metal parece gris y opaca, pero si se mira desde el ángulo propicio se descubre en el interior un vitral estilo iraní en el que danzan todos los colores del arco iris.

 Además de aquel hermoso balcón que recuerda la belleza del bazar de Teherán, hay en Tbilisi muchos otros elementos que nos hablan de un pasado persa. Un hammam sienta sus cúpulas en la plaza central de Abanotubani, el distrito de los baños, para recordarnos que el nombre Tbilisi viene de aquellas vertientes de aguas sulfúricas. Hay también una mezquita con un minarete que tiene su propio balcón acanalado en la que rezan juntos sunnitas y shias. A su lado, un hermoso iwan azul con aires de Esfahán se deja restaurar con paciencia por las expertas manos de los artesanos. Si uno se pierde por callejuelas que suben sin orden la colina, es posible encontrar incluso un muro de lo que fue en el siglo quinto un ateshgah, un templo donde los zoroastrianos adoraban el fuego.

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Es fácil hacer un tour de Tbilisi centrándose en lugares de culto. No pueden contarse el número de iglesias, pero también la diversidad de los templos. En un barrio más alejado se encuentra una iglesia rusa con sus cúpulas azules. Dentro los íconos brillantes esperan los besos de las mujeres de cabello cubierto y hay un cofre lleno de papelitos escritos a mano con hermosa caligrafía cirílica. Se que es muy probable que estén dirigidas a un sacerdote, pero me gusta pensar que son cartas para Dios.

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En Tbilisi no hay miedo al odio y la gran sinagoga medieval está siempre abierta. Entré por primera vez y me maravillé al descubrirla tan distinta y a la vez próxima al cristianismo y al Islam. Hay bancos como en una iglesia, pero tal como en una mezquita el espacio es segregado y los relojes que señalan los horarios de oración y una caja de donaciones que lleva el nombre de tzedakah para lo que los musulmanes denominarían sadaka. En frente, haciéndole compañía al cuadro con la foto de todos los rabinos principales hay una iglesia. Los distintos credos no les disgustan a los georgianos, pero a pesar de décadas de comunismo no saben cómo comprender la falta de fe.

El paisaje humano es igual de diverso y atractivo que la arquitectura de la ciudad. Por las calles de Tbilisi caminan mujeres con minifaldas desconocidas en Turquía, monjes de túnicas negras, ancianos que venden chucherías a cambio de monedas y muy pocos niños. Tbilisi es una ciudad envejecida. Hay algo en los rostros de los georgianos que traiciona su verdadera naturaleza.  -Parece que siempre estuvieran enojados- nos dijo una amiga uzbeca que vivía hace años en Georgia- pero es solo un gesto antiguo. En realidad son gente buena y feliz-. Aquella bondad está presente en el amor con el que adornan su ciudad y con la amabilidad con la que reciben al viajero.

Hay algo mágico en Tbilisi que obliga a mirar cada baldosa con ojos enamorados, a soñar con una vida allí, dibujando caracteres extraños, pronunciando miles de consonantes a la vez, tañendo antiguos instrumentos, bebiendo una esmeralda gaseosa de estragón en un balcón de cuatro siglos. Es ese abrazo entre la aldea y la gran ciudad, la naturaleza y la civilización. Basta levantar la mirada para ver el bosque asomándose en el horizonte como si estuviéramos en un pueblo. Basta con perderse en el centro mismo de la ciudad, justo detrás de la mezquita, para encontrar un caminito que lleva a un viejo puente de piedra y a una cascada escondida. Las paredes de roca que son casa de pájaros y flores silvestres separan ese jardín del resto de la ciudad. Caminamos por el sendero de madera guiados por el rugido del agua que cae y cuando la cascada Leghvtakhevi aparece ante nuestros ojos con su cola de espuma, sentimos que descubrimos algo. Es como si la ciudad inventara aquel oasis solo para nosotros. Es como si de esa fuente legendaria brotara el alma de Georgia, oculta en su vergel luminoso. Hay un secreto especial en las calles de Tbilisi, y es el murmullo múltiple de su belleza.

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